En 1918, Alemania era una República. En los años treinta, se convirtió en el paradigma del totalitarismo, bajo el régimen hitleriano. Los EEUU fueron la primera república de la historia moderna, pero en 2021 conocieron un violento asalto al Capitolio, sede de sus dos cámaras legislativas. Recientemente, nuestro cercano Brasil, aún poseyendo un sistema electoral de reconocida independencia, conoció un alzamiento contra la victoria democrática del antes perseguido, encarcelado y proscripto Lula da Silva por grupos bolsonaristas. Entre la toma del Capitolio y el asalto de Brasilia, en la Argentina, desde los sótanos de la democracia se proscribió, de hecho, a la líder popular más importante del país, Cristina Fernández de Kirchner.

En suma, si se analiza con detenimiento este movimiento continental, la democracia y el funcionamiento óptimo de las instituciones republicanas jamás pueden ser elementos vistos como una conquista intocable. Es una construcción permanente y cotidiana, un sistema incómodo para las miradas conservadoras y, a su vez, la única vía legítima y pacífica para expresar nuestras diferencias políticas.

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Las manifestaciones de extrema derecha en Brasil llevan ya 1.500 detenidos, una intervención federal y diversas investigaciones penales abiertas contra sus instigadores. Sin embargo, estos grupos no cesan en su insistencia en, bajo el pretexto del fraude electoral, tratar de imponer por la fuerza lo que no pudieron conseguir por las urnas: la continuidad de Jair Bolsonaro. Además de imágenes que parecen (pero no son) anacrónicas, por su “espectacularidad” el ataque a la democracia brasileña nos deja, por lo menos, tres lecciones.

La primera conclusión obliga a mirar las últimas dos décadas del siglo XXI en el continente americano, nuestro lugar en el mundo: golpe de Estado contra Manuel Zelaya en Honduras (2009), intento fallido de golpe contra Rafael Correa en Ecuador (2010), golpe de Estado contra Fernando Lugo en Paraguay (2012), destitución de Dilma Rousseff y encarcelamiento de Lula da Silva en Brasil (2017; 2019), golpe a Evo Morales en Bolivia (2019), el ya mencionado asalto al Capitolio (2021), el intento de magnicidio a Cristina Fernández de Kirchner y la destitución de Pedro Castillo en Perú (2022), hasta llegar al alzamiento brasileño de hace pocas semanas. Todos estos hechos tienen en común el hacer evidente que la democracia sigue siendo vista como accesoria por influyentes grupos sociales en distintas partes del continente, especialmente allí donde los resultados electorales colocan en el poder a gobiernos que bregan por la redistribución del ingreso.

Como señala Chantal Mouffe, la democracia implica ver a quien piensa distinto como un adversario a vencer en elecciones, y no como un enemigo a destituir por la fuerza. Y la política democrática no es ni más ni menos que la deposición de las armas como medio de la lucha, para dar paso al debate a través de la palabra. Los grupos bolsonaristas alzados contra Lula son más que meros opositores, se ven a sí mismos como la purificación de una sociedad que, a sus ojos, tiene que volver a un orden tradicional, blanco, elitista, patriarcal y estamental. Saben que Lula representa lo contrario, ampliando derechos y recursos para las mayorías postergadas, y, no pudiendo superar su propuesta electoral, desconocen resultados que fueron múltiples veces refrendados por autoridades nacionales e internacionales.

De allí que su lucha no sea política, sino identitaria. Su irredentismo representa mucho más que una opción partidaria, es una reacción visceral a la transformación en derechos de aquello que antes eran solamente sus privilegios. Al establecer cuotas de ingreso a las universidades para que los afrodescendientes y pueblos originarios puedan convertirse en profesionales, Lula consiguió que estos últimos puedan tener acceso real a ámbitos históricamente vedados, horadando un sistema de escasa movilidad social. Lo mismo sucedió con la extensión de las rutas aéreas dentro del país, lo que permitió que por primera vez millones de brasileños suban a un avión. “Ahora los aeropuertos parecen una terminal”, me dijo livianamente una mujer que crucé en el aeropuerto de San Pablo en mi reciente viaje y en el marco del triunfo de Lula, terminando de ilustrar que, de los procesos inclusivos, lo que más duele es la pérdida de exclusividad en los privilegios.

La segunda conclusión del reciente ataque a Lula es, entonces, que esta proliferación de movimientos antidemocráticos por derecha constituye una reacción conservadora a la democratización social. Y es, por ende, un recordatorio de que cada conquista de derechos debe ser resguardada, cuidada, vigilada y defendida a cada instante.

Por último y no menos importante, esta reacción conservadora tiene conexiones internacionales dentro de las cuales se encuentra su capítulo nacional –nunca menos la derecha vernácula, la “nueva” y la siempre-. Tanto dirigentes de Juntos por el Cambio (que hoy tiene tres protocandidatos presidenciales como Larreta, Macri y Patricia Bullrich) como de La Libertad Avanza (la agrupación de Javier Milei) se reunieron con Eduardo Bolsonaro, hijo y asesor de Jair, en Buenos Aires, en octubre de 2022. De esa reunión participaron Miguel Ángel Pichetto, candidato a vicepresidente de Mauricio Macri en 2019, Joaquín de la Torre, armador bonaerense de Patricia Bullrich, Carolina Píparo, que integró JxC y hoy el espacio de Milei, y, a su turno, el propio Javier Milei. A su vez, están congregados en el Grupo de Madrid, que agrupa a lo que Tokatlián llamó “la internacional conservadora”, con miembros tales como Donald Trump, Giorgia Meloni, José Antonio Kast y Javier Milei, entre otros difusores de la extrema derecha, el odio de clase y los movimientos antidemocráticos. Sin ir más lejos, comparten el asesoramiento del consultor extremista Steve Bannon, señalado por el asalto al Capitolio.

Su diálogo internacional y su coordinación al actuar muestran que cada vez más, las irrupciones de movimientos antidemocráticos son más frecuentes, más organizadas y, por ende, más preocupantes. Los discursos de odio, racistas, aporofóbicos, tradicionalistas e integristas son su caldo de cultivo y hábitat naturales. Por eso es importante no ser indiferentes ante su crecimiento y responder frontal y pacíficamente a la proliferación de sus ideas que tienen por consecuencia una sociedad para pocos (sin ir más lejos, luego de un solo gobierno de Bolsonaro, Brasil volvió a aparecer en el Mapa Mundial de Hambre, de donde el PT había logrado quitarlo). La coyuntura brasileña tiene que alertarnos sobre los desenlaces posibles de la profundización de la grieta. Llevada a sus extremos, esta puede convertirse en violencia política, como denunció CFK.

Por eso es que, a pesar de medir bien en el prime time de la TV, las figuras políticas que crecen a partir de la indignación ciudadana son una estafa: puestos a gobernar, sus intenciones mezquinas se hacen evidentes, y, perdiendo elecciones, se les nota lo golpista.

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El asalto al Capitolio en el corazón de Washington D. C. y la toma de Brasilia son espejos continentales, aunque incómodos, donde necesariamente la Argentina y sus dirigencias (en plural) –la política, desde ya, pero también la empresarial, la judicial, la eclesiástica, la sindical, la social– deben mirarse con urgencia. Acaso la imagen que devuelvan esos espejos sea más desagradable y amenazante de lo que muchos creen y una muestra de que hace rato en el afán de atender lo urgente hayamos olvidado de observar de cerca a lo importante.

El objetivo central de las fuerzas democráticas, nacionales y populares contemporáneas debe ser gobernar con el odio (que ya es un hecho social) “adentro” de los canales institucionales, las urnas y en las calles, eventualmente, pero siempre pacíficamente. No tomando por asalto Parlamentos, proscribiendo ilegal e ilegítimamente a líderes populares, ni llamando a alzamientos contra los poderes de la República, ese fetiche supuestamente tan amado pero en verdad odiado por aquellos que dicen estar llamados, muchas veces bajo bríos místicos, a torcer el destino de la historia de nuestros pueblos.

La antipolítica de los odiadores triunfa allí donde se dejó de hacer política. Es la lección que dejan las llamas de fuego en el Capitolio y los hombres disfrazados con cabezas de búfalo; los haters y la rabia lumpen de los vendedores de copos de azúcar que pusieron una pistola en la cabeza de Cristina; y los conspiranoicos bolsonaristas que por un momento transformaron la cuna del poder político de Brasil en Ciudad Gótica.

Victoria Donda

PH.: Joédson Alves